jueves, 29 de diciembre de 2011

Hasta siempre viejo compañero.

A veces pienso en las extrañas relaciones que construimos los humanos, en los cariños y lazos que creamos con lo que nos rodea, y en especial en esos regalos que nos hace la vida cada tanto, cuando el cariño y los lazos los construimos alrededor de una mascota…

Fue, estoy seguro, el mejor regalo que recibió mi hija aquel día: un perro.
Una pequeña bola de pelos blancos como el algodón y manchas de dulce de leche, un hocico negro como una trufa y una mirada de sorpresa, igual a la de un niño al despertarse en un día de Reyes. Era tan pequeño, tan indefenso, pero a su vez tan independiente y soberbio haciéndose notar con sus pequeños y agudos ladridos de cachorro…

Y así, con su carácter, su figura y sus mañas fue que nos conquistó a todos, siempre fue especial y lo supo, tanto que en nuestros paseos, jamás me permitió ir delante de él. Irnos de paseo era toda una aventura, ni bien oía el tintinear de la hebilla de su correa, alzaba su peluda cola y mostraba su alegría inmensa. Claro la correa era solo un adorno que llevaba al cuello para mostrar su patente, pues no era amigo de que nadie lo guiara en sus caminatas.

Cuantos recuerdos me vienen a la mente ahora, cierro los ojos y lo veo correr a la orilla del mar, evitando mojarse las patas, como buen perro delicado que era, o cuando reclamaba su bocado por medio de esos ladridos bajitos y graves con los cuales vaya que se hacía respetar.

Pero aquel viernes ya no ladró exigiendo su parte de la cena, es que de tan viejo había gastado casi toda la vida, ya poca le quedaba, y ni fuerzas tenía ya para moverse. Murió mientras sorbía un poco de leche de una cucharita, serenamente, sin aspavientos ni avisos.

Hoy su cuerpo viejo y cansado reposa frente al lugar de sus viejas correrías. El viento nocturno mientras acariciaba mi rostro me repetía que ahí estaría bien, que ese era el lugar que el hubiese elegido, y continué entonces cavando…

Han pasado los días pero hay veces en que al levantarme de mi silla, miro instintivamente hacia abajo, por miedo a pisarlo, y al ver su cucha solitaria, un enorme sentimiento de vacío y gratitud invade mi alma.

Hasta siempre Toffy, mi querido compañero, gracias por todo lo que nos diste.

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