jueves, 17 de diciembre de 2009

La risa remedio infalible.


Las oportunidades de El Gran Taylor poco a poco se iban desvaneciendo, y él bien lo sabía. Acosado por sus acreedores, y por su representante, veía como año a año su popularidad iba decayendo, y otra vez volvía a ser un desconocido para el gran público. Lejanos eran los tiempos en que su nombre brillaba con luz propia en las marquesinas de Las Vegas.

Sentado tras un destartalado escritorio, en una destartalada pieza de un condominio de mala muerte, El Gran Taylor se apuraba en terminar su última rutina. La definitiva, la mejor, la que lo catapultaría nuevamente de los oscuros bares de comediantes de los barrios bajos, a los grandes teatros de Broadway y Las Vegas.

Luego del punto final, el comediante comenzó a leer su obra recién terminada. A medida que lo iba haciendo, una leve sonrisa comenzó a dibujarse en su boca, sonrisa que fue transformándose en una estrepitosa carcajada que El Gran Taylor no pudo dominar. Se levanto de su silla e intentó llegar a la nevera, quería tomar un vaso de agua y recuperar su aliento, pero fue imposible.

A modo de una catarata de su garganta brotaba la más estruendosa de las risas, y una serie de convulsiones hizo que cayera al piso, del que ya no pudo levantarse, pues un derrame masivo en su cerebro lo dejó muerto, tirado en el piso sucio de la habitación.


Benjamin Smith sintió un escalofrío al bajar del autobús en aquella zona tan peligrosa de la ciudad. Tenía que caminar un par de cuadras hasta el hotel donde El Gran Taylor vivía.
Malhumorado, recordaba los buenos tiempos en que su representado era la mina de oro de su agencia de actores. Ahora, ya casi en la ruina, tenía que rogar a los productores por algún papel menor para su representado.

Benjamin saltó por sobre el cuerpo de un borracho que dormitaba a la entrada del viejo edificio y entró. Subió hasta el segundo piso y tocó un par de veces en la puerta marcada con el número 2c. Nadie contestó, insistió nuevamente y probó de abrir. La llave no estaba puesta por lo que se metió sin dudar, Taylor le había prometido una obra genial, y él, aunque bastante descreído, igualmente iba a buscarla con algo de esperanza. Pero al ver a su derredor, lo que vio lo dejó petrificado, su representado estaba tirado muerto, con un papel en sus manos.

El representante se persignó, tomo el papel arrugado de entre los dedos fríos de su representado y ni bien comenzó a leerlo pensó que estaba ante una obra maestra del humor universal. A medida que iba leyendo, las lágrimas provocadas por la risa continua le nublaban la visión, y un agudo dolor en el lado izquierdo de su cuerpo hizo que Benjamin se encogiera. Las carcajadas no paraban, esto era lo más cómico que había leído en su vida, se dijo con el poco aliento que aún le quedaba. Y fue lo último que logro decir. Un masivo ataque cardiaco, provocado por el esfuerzo, lo dejo tirado tieso y con un rictus a modo de felicidad en su cara.

La señora Morales, solo se aparecía cada veinte o treinta días, acomodaba un poco el desorden, barría la mugre acumulada, y luego se iba con sus pocos dólares ganados en el bolsillo de su campera gastada, a veces, sin siquiera cruzar palabra con el dueño de casa.
Como tenía llave del pequeño departamento, estaba acostumbrada a no tocar a la puerta jamás. Así que abrió directa y cansinamente y al entrar le espantó la visión que tuvo.

Sobre el piso del pequeño lugar los cadáveres de dos personas hacían juego con el amasijo de papeles, botellas vacías y colillas de cigarrillos desparramados por el suelo.
En un gesto casi automático, metió su mano en el bolsillo de su pantalón, buscando instintivamente el celular para llamar a las autoridades, pero algo le llamo la atención, entre las manos de uno de los hombres había un papel arrugado.

Quizás sea algún documento importante pensó la señora Morales, quizás pueda hacerme de algunos dólares con el. La cara adusta y seria de la señora de la limpieza comenzó a cambiar poco a poco a medida que leía el genial chiste. Tuvo que sentarse al borde de la cama pues la risa desbocada no le permitía mantener el equilibrio.

El olor nauseabundo que se sentía al pasar frente al departamento de El Gran Taylor, alertó a los vecinos de que algo siniestro estaba sucediendo. La policía ni tuvo que derribar la puerta, y ya adentro, el oficial a cargo, luego de redactar su informe tuvo el tiempo suficiente, antes de que vinieran los paramédicos a levantar los cuerpos, de leer el papel que la mujer tenía aprisionado entre sus manos.

La ambulancia estacionada a las puertas del viejo edificio, esperaba refuerzos, jamás pensaron los paramédicos que serían cuatro los cuerpos que debían trasladar esa tarde a la morgue.

El Gran Taylor no estaba tan equivocado, cuando entusiasmado le prometía a su agente una rutina que haría morir de risa a la audiencia.

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