lunes, 6 de julio de 2009

La tristeza del boticario.


Siempre me llamó la atención la tristeza que Leandro, el boticario del pueblo, llevaba a todos lados a cuestas. Recuerdo cuando íbamos con mamá a comprarle unas pastillas de mentol para la tos, que yo tomaba como si fueran caramelos. Entrar a la botica, era entrar a un lugar oscuro y sombrío, un lugar sin esperanzas ni risas. O cuando lo cruzábamos por la calle, siempre vestido de negro, con sus magros paquetitos de alimentos, rezumando tristezas, y mirando hacia las baldosas flojas de las veredas rotas de su barrio.

-¿Qué le pasa a don Leandro que siempre está triste?-, le pregunté un día a mamá, con esa curiosidad propia de los niños, que intuyen que hay ciertas cosas que si uno es chico no debería preguntar. –Problemas con el hijo, cosas de grandes que algún día entenderás-. La respuesta tajante de mi madre, me cerró la curiosidad por bastante tiempo. Por años, entonces, no supe, ni quise saber más sobre la historia del hijo del boticario.

Historia que descubrí ya entrada mi adolescencia, cuando casi por casualidad, mi tío la mencionó una tarde de sopor veraniego, en que caña en mano, perdíamos el tiempo bajo la fronda de los sauces que besaban con sus ramas a los camalotes florecidos que flotaban en las orillas de la laguna. –Ché flaco-, me dijo mi tío con ese trato que lo convertía en uno de mis tíos favoritos, -¿sabés como le dicen a esta laguna?-, preguntó. –Claro que sé, le dicen Laguna del Suicida-, le retruqué con sapiencia. –¿Y sabés porque la llaman así?-

Y ahí fue donde me enteré el porque del nombre de la laguna, y de como estaba relacionada con la profunda tristeza del boticario. Un pez, seguramente una mojarra grande, o una tararira, se escapaba de mi anzuelo, a la vez que de la boca de mi tío se escapaba una risotada al verme tan mal pescador. Es que yo, estaba absorto con su relato, ahora, luego de tantos años, no solo me enteraba del porque de la tristeza de Leandro, sino, y esto era lo mas sorprendente, mi tío me contaba que el hijo del boticario no era el primero ni el único en buscar las aguas calmas de la laguna para alcanzar el descanso eterno.

-Fue en esta laguna que se mataron, y no solo el hijo de Leandro- me dijo mi tío en un respetuoso susurro -¿Porqué lo hicieron?- le pregunté inocentemente a mi tío, -por amor flaco, ¿porqué sino?- Un tábano que hacía rato revoloteaba sobre mis piernas, quiso aprovecharse de mi distracción y sentí el pinchazo, quise matarlo, pero el bicho fue mas veloz que mi mano y disparó hacia el cielo volando.

Los años pasaron, yo me mudé a la capital, persiguiendo sueños que al final no eran tan buenos como creía. Siendo ya un treintañero cierta vez de visita en mi pueblo natal, quise revivir mis años de niño y adolescente. Luego de las visitas de rigor a tíos, primos y amigos, me di una vuelta por esos sitios emblemáticos de mi niñez. La plaza siempre igual, pulcra y concurrida, la vieja botica, hoy transformada en farmacia, las calles donde tantas veces había jugado a las escondidas o al fútbol, y por último la eterna laguna que por lo distante, me vió llegar ya caída la noche.

La oscuridad había mandado a dormir a la mayoría de los pájaros, solo algún dormilón, o alguna lechuza se movían en los árboles negros que rodeaban la laguna. Caminé un rato por la orilla fangosa, disfrutando de la soledad y recordando, casi viéndome junto a mi tío, cañas y aparejos en mano tantos y tantos años atrás. Me senté sobre un tronco caído cerca de la orilla, cuando una voz que venía de algún lado de la laguna de pronto me sobresaltó.

-Al fin venís sólo, hace años, desde que eras un niño, que te veo visitar mis orillas, pero siempre acompañado- Hacia mi izquierda, sobre unos camalotes que flotaban a unos tres o cuatro metros de la orilla, la figura de la más hermosa de las mujeres, me embrujaba con su voz de cristal. La luna llena jugaba con su piel blanquísima y mojada, dándole toques nacarados e iridiscentes.

Un aroma sensual y embriagador invadía la profundidad de la noche, en algún lugar de la laguna alguna mojarra saltaba del agua escapando del ataque de alguna tararira hambrienta. Mientras tanto, la hermosísima sirena entre los camalotes, comenzaba a cantar una canción de amor, con una dulce voz, tan dulce como la miel de las colmenas de camoatí que de niño conseguíamos en los montes junto al río.

–Vení, no tengas miedo, y seré completamente tuya para siempre-, la voz de la belleza me hechizaba, no podía evitar mirar sus ojos increíblemente claros. –Dale, vení- insistía invitándome a meterme en las aguas profundas y oscuras. El silencio de la noche era total, la luna comenzaba a brillar cada vez menos, o eso me parecía. -¿Porqué habría de hacerlo?-, le pregunté –Por amor, ¿porque sino.?- me respondió ella.

La luna comenzaba a brillar nuevamente, mientras, aún no se como, yo empezaba a alejarme poco a poco de la laguna, creyendo que quizás estaba escapando de un gran y eterno amor, aunque a su vez no podía dejar de pensar en la tristeza profunda y eterna del boticario.

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