martes, 2 de diciembre de 2008

Juan, el perro y el gato.

Juan despertó con un sudor helado cubriéndolo de pies a cabeza. Miró el reloj, las 3:40 de la madrugada, intentó levantarse para ir al baño, pero las náuseas le impidieron moverse, si lo hacía, lo sabía bien, vomitaría sobre las sábanas, y no quería darle más trabajo a su mujer. Ana, su compañera de toda la vida, dormitaba a su lado gracias a su dosis de barbitúricos que el médico le había recetado.

Sobre la almohada, tenuemente iluminada por la luz roja del radio reloj, que lo acompañaba desde hacía años, Juan pudo divisar un mechón de sus propios cabellos que había perdido mientras dormía. Se pasó suavemente la mano por su cabeza, y sin ningún esfuerzo otro mechón se le pegó a sus dedos huesudos y sudorosos.

De la oscuridad de la madrugada, le llegaba el sonido del maullido de algún gato pendenciero que recorría los tejados de las casas dormidas. Ahora el perro del vecino se pondrá a ladrar pensó, conocedor de la rutina de las noches. Una leve sonrisa apareció en la boca de Juan al escuchar como el perro casi como obligado por esas historias de perros y gatos, se ponía a ladrar furiosamente tratando de llegar al pretil donde el felino seguía maullando inmutable y desafiante con su cola en alto.

Cosas de la vida pensó Juan, los gatos seguirían maullando, el perro contestando con sus ladridos nocturnos, y ya no estaré aquí para escucharlos. Que injusto que un perro y un gato le sobrevivan a uno se dijo a si mismo en voz baja, mientras la sonrisa en su boca se transformaba en un mueca de dolor.

Como una braza incandescente algo quemante y terrible le carcomía las entrañas, algo siniestro contra lo cual venía luchando ya hacía meses, pero que no lograba vencer. Trató de moverse lo menos posible para no despertar a Ana. Abrió el primer cajón de su mesa de luz, y a tientas tomó el blister de los calmantes.

Son muy fuertes, así que con dos cada ocho horas tendría que alcanzar, le había dicho el médico. El sonido de las tres grajeas rompiendo la cubierta del blister, sonaron como disparos en la quietud de la noche. Ana, aún dormida, murmuró algo, Juan creyó oírla sollozar. Tomó un sorbo de agua del vaso que ya nunca faltaba a su lado, puso una a una las pastillas y tragó con muchísima dificultad.

Ahora el dolor le daba un respiro, podía ponerse sobre su costado para que las náuseas no lo vencieran y así descansar un rato. El efecto de los calmantes no duró mucho, otra vez el sudor frío que lo cubría de pies a cabeza.

Juan venciendo las náuseas y el dolor, se levantó poco a poco de la cama, salió del dormitorio, cerró la puerta para no despertar a Ana, y fue hacia el dormitorio de su hijo. Vacío desde que Jorgito se había casado, aún conservaba los muebles y el olor inconfundible de su amado hijo.

Aunque la luz estaba apagada, la luna que entraba por los cristales de la ventana sin cortinas, hacía fácil el caminar por entre los muebles. Fue hasta la ventana, la abrió y el aire fresco de la madrugada le dio de lleno en el rostro.

Afuera, el gato sobre el pretil seguía con un maullido que ahora se parecía más el llanto de un niño, contestado con los roncos ladridos del perro del vecino.

Dos estampidos despertaron a Ana, que saltó sobresaltada sobre la cama. A su vez, el perro no tuvo tiempo de escapar, sólo atinó a ver cuando el gato caía muerto sobre él. La bala ni siquiera le permitió un último ladrido antes de morir.

La luz del cuarto de Jorgito se encendió, y Juan vió la cara espantada de su mujer. Es injusto que un perro y un gato le sobrevivan a uno, le dijo mientras apoyaba el caño aún humeante sobre su sien.

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