jueves, 3 de abril de 2008

Denisse.

No hace mucho, en un mediodía sabatino, recorría una feria, acompañando a mi mujer, chocando con decenas de personas y parando en cuanto puesto de ropa se acomodaba por ahí. Buzos, camperones, polleras, pantalones, e infinidad de prendas que mi mujer inspeccionaba, detenidamente, puesto a puesto, hasta que llegamos a uno con un montón de prendas de lana, de esas que pienso, jamás utilizar, y que sin embargo en el fondo, se que me abrigarán en invierno.

-Juan, sos vos?-, escuché a alguien preguntar. Al levantar la mirada para ver de donde provenía la voz que me sonó conocida, vi que unos ojos de un azul profundísimo y conocidos me miraban desde la otra punta del improvisado mostrador. Denisse, aquella misma Denisse que más de treinta años antes, había sido una parte importante de mi vida, estaba allí, parada junto al montón de ropa apilada.

El tiempo había pasado por ella, como por todos, intentando deslucir un tanto la belleza fresca de la adolescencia. Su cabello rubio ya no era tan rubio, su cara mostraba el inequívoco paso de los años, y sus manos, no eran las mismas que se asían a las mías buscando un poco de calor, cuando cada tanto, en los inviernos montevideanos la pasaba a buscar a la salida del colegio.

Pero su espíritu era el mismo, no había cambiado en lo más mínimo, sus ojos seguían sorprendiéndose ante cada pedazo de vida, su sonrisa seguía iluminando a quienes la rodeaban. Allí estaba, en un cuerpo diferente, pero con la misma esencia. Denisse, mi amiga, confidente de mi juventud, la que quise profundamente.

No recuerdo exactamente como la conocí, tengo la vaga idea que era amiga de una amiga. Era de ese tipo de personas que no caen bien de entrada, por diferentes, por vivir vidas distintas a las nuestras. Hija de europeos, había quedado a cargo de unos tíos que vivían en Uruguay luego del divorcio de sus padres. Delgada, muy rubia y de unos ojos increíblemente azules, tenía una belleza extraña, yo diría que clásica.

Educada durante casi toda su vida en internados de monjas, su visión del mundo era al momento de conocerla, radicalmente opuesta a la que yo tenía, mojigata, demasiado prejuiciosa, y con una autosuficiencia que me exasperaba, tanto, que dudé realmente que alguna vez pudiera llegar a apreciarla.

El tiempo pasó, y como a veces sucede, el mismo tiempo se encargó de cambiar, poco a poco, la opinión que de ella tenía. La rubiecita autosuficiente y pedante, fue transformándose, a medida que abría su corazón, en un ser humano solitario y sumamente inseguro, pero dulce y confiable. Hija de un padre siempre ausente por sus negocios, y de una madre que la relegaba a un segundo plano, Denisse intentó desde niña, como una defensa quizás, forjarse una personalidad distante y huraña.

Que diferente era a las personas que conocía, que diferente a mí que era. Y sin embargo, poco a poco, comencé a darme cuenta que tras la máscara fría, la mujercita insegura, tierna y dulce, luchaba por surgir.

Las palabras, venían hacia mí, y yo, miraba hacia el piso, tratando de amalgamar esa voz conocida a las vivencias de treinta años antes, y así, los recuerdos comenzaron a llegar, en tropel hacia mi mente. Recuerdos de chocolates y masas en el departamento de sus tíos en Pocitos, o de noches de invierno, arropados en el sillón de su casa del Prado, que compartía con otra tía vieja, escuchando música, tomados de la mano, con su cabellera rubia cayendo sobre mis hombros.

Como no recordar, que muchos pensaban que éramos novios, cuando nos veían caminar de la mano por la calle?, o cuando en señal de aprobación a cualquier pavada que yo dijese, sos ojazos asentían sin hablar, acompañados de una tierna caricia?
Y sin embargo, éramos solamente amigos, quizás, demasiado pendientes de nuestra amistad, el uno, del otro, como para traspasar ciertos límites que a veces eran demasiado sutiles, inexistentes casi.

Al levantar la mirada, mis ojos se cruzaron con la mirada inquisidora de mi esposa, y, a sabiendas de lo que me esperaba más tarde, igualmente besé la mejilla de Denisse, le dije que estaba igual que siempre, apreté la mano de quien me fue presentado como su pareja, y la ví desaparecer entre el gentío de la feria.

Caminando hacia el auto, los reproches de mi señora no cesaban, y yo, callado, pensaba en como explicarle que mi vida, esa vida mía de hace mas de treinta años, estuvo profundamente ligada a esa rubiecita pedante y autosuficiente, que se convirtió casi sin quererlo, en una de las personas que más quise en mi adolescencia.

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