viernes, 21 de diciembre de 2007

Casualidad?.


Soy de hacerme preguntas de difícil respuesta, una de estas preguntas que a menudo me hago, es hasta donde las casualidades gobiernan nuestras vidas, donde comienza la causalidad y termina el azar.

Hechos, situaciones, encuentros, me llevan a pensar que tras lo que nosotros damos por sentado de que es algo casual, se esconde una trama tan compleja como maravillosa, que somos incapaces de comprender.

Y entre esos acontecimientos casi mágicos que cada tanto nos dejan entrever que la casualidad no existe, les quiero contar un hecho verídico que me sucedió, ya hace muchos años y que aún hoy luego de tanto tiempo me sigue sorprendiendo.

Soy una persona bastante perceptiva con lo que a personalidades se refiere, unas pocas palabras, un par de miradas y alguna que otra actitud, me bastan para saber casi al instante si quien esta en el foco de mi atención, puede ser depositario o no, de mi confianza.

Por eso, cuando conocí a A. supe enseguida que una conexión especial me uniría a esa persona, abierta, transparente y sin dobles discursos, me cayó bien de entrada. Así que cuando me dio su teléfono (ni soñábamos con celulares en aquel tiempo), lo guardé con sumo cuidado, pues, conociéndome, sabía que si no tenía el suficiente cuidado, terminaría por perder ese papelito, como tantas veces me había pasado.

- Llamáme el viernes -, me pidió, - eso si, antes de las siete de la tarde, pues a esa hora me voy al cumpleaños de mi ahijado -. Como buen despistado y desmemoriado, el viernes me acorde de llamar a A. poco antes de irme del trabajo, a las ocho menos cuarto de la noche.

Busqué en la billetera y no estaba, en todos los bolsillos del saco y tampoco, menos aún en el cajón del escritorio. Y me quise morir, no encontraba el papelito con el teléfono de A. por ningún lado, lo había perdido!!.

Desesperado por dejar escapar la posibilidad de hablar con ella, intenté utilizar mi muy deficiente memoria, tratando de recordar el número. Luego de algunos minutos en que mi mente no lograba recordar ninguna cifra, un número vino a mi mente, si, pensé para mis adentros, este creo que es el teléfono.

En aquellos viejos teléfonos de disco, marqué el número que mi mente creyó que era el correcto. Una voz femenina y evidentemente mayor, del otro lado atendió amablemente, y yo, le pedí muy respetuosamente hablar con A., - no me corte por favor -, me contestó la voz que pensé era la de su mamá.

Estaba asombrado con mi memoria, esperando en la línea, cuando una conocida y desconcertada voz me pregunta – quien habla allí ? -, - Juan -, le respondí. Al principio pensé que A. sufría de amnesia o algo así, pues no solo me preguntó que Juan, sino, que cuando cayó en cuenta de que yo era el Juan conocido, me hizo la siguiente y más desconcertante pregunta: - cómo conseguiste este teléfono? -.

Lo maravillosamente extraño de la situación, fue que el teléfono que vino a mi mente, y que disqué pensando que era el de su casa, era en realidad el de la casa de su ahijado. Si, de las millones de combinaciones de números posibles que mi mente hubiese podido “elegir”, eligió el correcto.

La relación con A., si bien importantísima para ambos, no fue eterna, mas, estuvo marcada para siempre por ese momento mágico en que algo más fuerte que el azar o el destino ayudó a unir nuestros corazones.

Hechos extraños como el que les acabo de relatar, o lo que tan seguido sucede, de “atraer a alguien con el pensamiento”, me hace pensar que no es del todo cierto que el azar es el que gobierna nuestras vidas, quizás, no seamos más que inconcientes actores, siguiendo las indicaciones de un director desconocido en esta gran obra que llamamos vida.

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miércoles, 19 de diciembre de 2007

Preferencias.

Prefiero escuchar a hablar, leer a escribir y sufrir a herir. Prefiero los perros a los gatos, y los sueños a las derrotas. Caminar a correr, y mirar a ver. Prefiero el verde al amarillo, los duraznos a las manzanas y el té al café. Prefiero lo salado a lo dulce, y lo dulce a lo amargo. El chocolate a la dieta, la comodidad al abrigo, la calma a la tormenta.

Prefiero el árbol al hacha, pero el hachero a la pobreza. Prefiero el silencio al ruido, la noche estrellada a la tarde despejada y la luciérnaga a la abeja. Prefiero el mar a la sierra, pero el pasto a la arena, lo mojado a lo seco y lo esperado a lo recordado. Prefiero el jazmín al clavel, y que me pidan a pedir.

Prefiero estar a partir, perdonar a condenar y olvidar a acusar. El hambre a la sed, tu piel a mi piel y el hoy al ayer. Prefiero la muerte a la incapacidad, el que me llamen a llamar, el que me pregunten a preguntar. Prefiero la música al cine y la compañía a la soledad.

La guitarra al violín, Rossana Taddei a Mercedes Sosa y Zitarrosa a Gardel. Prefiero volar a navegar, sudar a transpirar, dar goce a gozar. Prefiero el libre al libertino, el peón al político, el artista al guerrero. Prefiero aceptar a cuestionar, comprender a señalar.

Prefiero las primaveras a los veranos y los viernes a los sábados. Prefiero abajo a arriba, lentitud a apuro, empezar a terminar. Prefiero las remeras a las corbatas, el vino al whisky, el disfrutar al guardar.

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martes, 18 de diciembre de 2007

Terra Meiga.


Muchas cosas me sorprendieron al momento de conocer Galicia, su gente, sus montes, su mar, su verde profundamente verde, su historia, y por supuesto, su magia. Terra Meiga, le dicen, y vaya que es así.

Rastros de antiquísimas religiones paganas dados en sus castros regados por la campiña, su Pedra da Serpe, sus siempre presente Cruceiros, y sus leyendas mágicas, me daban la pauta de que esa tierra era un sitio poblado aún por hechiceras y duendes.

Y que una sabia viejecita centenaria, de luto perpetuo, y ojitos vivaces y azules, me advirtiera sobre los peligros de visitar ciertos lugares, no hizo más que reforzar esa idea.
Clemencia, así se llamaba ella, mantenía en su lúcida mente, intactas mil historias de brujas, pueblos enteros enterrados por la arena caída desde los cielos por dioses enojados, o embrujos y maleficios.

Más que aldea, el caserío de ese rincón de Galicia, muy cercana a la Costa da Morte, donde nuestros parientes vivían, y donde pasamos ese enero inolvidable, tenía todas las comodidades que el progreso puede ofrecer a los habitantes de la Europa moderna, pero esto no evitaba que todas las noches José, el yerno de Clemencia, subiese la pendiente del cerro a buscar el agua de un manantial que brotaba en una fuente construida ya nadie sabía cuando.

Y así, todas las noches me iba acompañando a José, caminando por el sendero oscurecido por la noche, escuchando historias en gallego, sobre hambrunas lejanas y desarraigos modernos. Con casi todos sus hijos, trabajando en Suiza o Alemania, descargaba en mí su sabiduría de generaciones, que yo agradecía al escucharlo en silencio

Cierta noche, después de la cena, Clemencia, la viejecita de que les hablaba, me preguntó si no me cansaba de acompañar a José a su manantial todas las noches, le contesté que no, y más aún, tenía pensado algún día trepar los cientos de metros que separaban la fuente de la cumbre del monte, para divisar desde allí los alrededores.

Clemencia se hizo la señal de la cruz y me pidió encarecidamente que no fuera, que esa era morada de brujas y demonios. Me contó que en la cima de aquel monte, una roca circular, oficiaba de altar donde las brujas llevaban a cabo sus rituales infernales.

Por supuesto que mi ignorancia, llevó a que desoyera los sabios consejos de la abuela, y que, luego de subir por una escarpada senda durante un buen rato, me diera el gusto de observar no solo la aldea allá, muy debajo de donde yo estaba, sino también, el mar con sus rías que reflejaban el sol mañanero a lo lejos.

Una sola cosa podría haberme protegido de mi impertinente visita al lugar donde en ciertas noches de luna llena, los pobladores más viejos del caserío juraban haber visto el resplandor de las fogatas y las sombras espectrales de las brujas en sus danzas.

Algunos días después, frente a mí, un enorme cuenco de barro con tres patas, ardía con un fuego azulado, dentro, una mezcla de aguardiente, azúcar, granos de café y cáscaras de limón, se mezclaban en una misteriosa alquimia que me asombraba.

Junto a unos pequeños recipientes también de barro, con un pequeño apéndice de donde asirlo, un conjuro en gallego nos era entregado para recitar luego de que consumiéramos el mágico brebaje.

Y este fue el segundo error por mí cometido, beber la Queimada, como si de un simple trago se tratara, desestimando su poder mágico, conocido por genraciones, y peor aún sin recitar a la luz de la luna su efectivo conjuro, que me hubiese protegido de tantos males futuros…

Mouchos, coruxas, sapos e bruxas. Demos, trasnos e dianhos, espritos das nevoadas veigas.
Corvos, pintigas e meigas, feitizos das mencinheiras.
Pobres canhotas furadas, fogar dos vermes e alimanhas. Lume das Santas Companhas, mal de ollo, negros meigallos, cheiro dos mortos, tronos e raios. Oubeo do can, pregon da morte, foucinho do satiro e pe do coello. Pecadora lingua da mala muller casada cun home vello……

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