martes, 4 de diciembre de 2007

Rio de la Plata.


Quizás, una de las razones por las cuales amo tanto a mi ciudad, sea el hecho de que vive recostada sobre ese río con alma de mar. Tan cambiante y tan eterno. Como la vida misma, diferente a cada instante, a veces melancólico, otras veces impetuoso, acompañando, si se quiere, mis estados de ánimo.

Difícil de que mantenga el mismo color por más de dos o tres días. A veces el marrón lodoso de sus aguas, nos obliga a llamarlo Río, otras veces, el color verde claro, nos hace creer que se trata de un Mar.

Las olas, que ayer vimos oscuras y espumosas golpear sobre la Rambla Sur, intentando trepar hacia la ciudad, en esos ataques de sudestada furia, son las mismas que veremos mañana, claras, ociosas, verdes como esmeralda liquida, reflejando, en millones de lucecitas, el sol de la tardecita que se escapa tras el cerro.

Acostumbrado desde niño a verlo, no puedo prescindir de su presencia por mucho tiempo. Y es extraño, pero si estoy por demasiado tiempo lejos de ese río que se parece al mar me siento encerrado, asfixiado. No importa que no me zambulla en sus aguas, o que no pise las arenas de sus playas, pero tiene que estar cerca, de lo contrario no me siento completo.

Siempre que puedo, aprovecho esos raros momentos en que estoy solo, y me voy a acompañarlo un rato. Prefiero sentarme en el murallón, allí cerca del Dique Mauá, para ver, a contraluz del sol, como el atardecer va pintando las aguas con oro. Y eso para mi, es casi como una terapia, me purifica y me deja como nuevo.

Imagino a Montevideo, con su bahía, tratando de abrazarlo, de contenerlo, y me quedo pensando, que por eso este rio nos viene dando tanto desde hace tanto tiempo, y yo siempre que puedo, en silencio se lo agradezco.

Leer más...