jueves, 29 de noviembre de 2007

Mi mujercita.


El teléfono sonó en casa, y espere ansiosamente que mi mujer me dijera lo que yo tanto esperaba oír, las ansias me atormentaban, no estaba tranquilo, sabía que el momento se acercaba y los nervios cada vez más, iban ganando mi cuerpo y mi espíritu.

-Vamos, parece que ya es la hora-, mi mujer no había terminado de decir la frase, y yo, ya estaba pronto, llave del auto en mano, para ir a buscar a mi hija. Su casa no queda muy lejos de la mía, pero el recorrido me pareció eterno.

Al llegar toque el timbre nerviosamente, y casi inmediatamente, bajo ella, del brazo de su esposo, pesadamente, torpemente las escaleras, con una alegría y un miedo palpable en su rostro. Y fue la imagen más tierna y hermosa que en mucho tiempo mis ojos veían. Mi hija, esa misma mujercita, que más de veinte años atrás había compartido juegos y llantos conmigo, iba a ser mamá.

Los nervios me consumían, caminaba de un lado a otro en el pasillo del sanatorio, tratando de aguzar el oído, pero solo escuchaba los gemidos de mi hija. De dentro de la sala una enfermera sale apurada, sin tiempo de explicar ni darle noticias a nadie. Sigo esperando, con un nudo en el estomago y al borde del colapso.

Vuelve la enfermera con algo en sus manos. Tratamos de ver por entre la puerta que se cierra, solo llego a escuchar –Vamos madre, mas fuerza!!-.

Dos, tres, cuatro minutos, o una hora no lo se, el tiempo corre distinto ahora, y la puerta se abre. Una enfermera con una bolita de carne morada y llorona sale de la habitación, dudo, sigo a la enfermera?. Miro hacia dentro. Mi hija, mi niña, mi princesa, con los ojos llenos de lágrimas y emociones, esta toda transpirada, con el pelo revuelto y la cara llena de vida. Me le acerco y le doy un beso enorme, lleno de gratitud y recuerdos.

En un cuarto contiguo, mi nieto, desnudo y arrugado, llora al recibir en su espalda el frío soporte de la balanza, lo miro, todos hablan, mas yo no escucho nada, solo miro, y disfruto lo que veo.

Recobro el ánimo, y vuelvo donde mi hija, que, de la mano de su esposo, cansada y dolorida, se siente única, eterna, importante, más, yo siempre supe eso. La miro, y no puedo evitar que los ojos se me humedezcan.

Gracias por lo que me has dado, mi amor.

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martes, 27 de noviembre de 2007

Valerio.


La llovizna, fina y persistente, empapaba los terrones sedientos y agrietados de la quinta. Por la ventana de la cocina, abierta a causa del calor, entraba el perfume a tierra mojada, que se mezclaba con el olor del gas de querosene y el aroma del dulce de leche casero, riquísimo y grumoso, que mi tía preparaba en una vieja cocina Volcán.

Sentados en un banco de madera, un par de humeantes y enormes tazas de loza blanca, rebozaban de café con leche espeso. Las galletas de campaña, con manteca y dulce de leche, completaban la merienda que mi primo y yo teníamos que terminar si queríamos volver a los juegos.

A pesar de las protestas de mi tía, -no se tomen la leche bebida, coman algo-, nos decía, apurábamos todo lo que podíamos la merienda, para salir a jugar, si paraba la lluvia, con los bichos que siempre aparecían después de las lluvias, sino, nos íbamos para el galpón de los aperos a escuchar las historias de Valerio.

A la izquierda de la tranquera, unos quinientos metros hacia adentro, un enorme rancho hecho de palo a pique y barro, con solo tres paredes, y con un techo de quincho añoso, guardaba los aperos, azadas, escardillos, y otros implementos para el trabajo en el campo, que mi tío y un par de peones utilizaban para trabajar la quinta, u ordeñar las vacas.

En la mitad del rancho, un fogón siempre encendido, calentaba eternamente una caldera negra de hollín, que lanzaba vapor constantemente por su pico. Sentado en un banquito de tambero, junto al fuego chisporroteante de espinillo, Valerio con el mate apoyado en el suelo de tierra apisonada, se aprestaba a liarse un “fumo”.

Ceremoniosamente, conciente de nuestra atención, sacaba del bolsillo de su chaleco, el paquete de tabaco brasilero y las hojillas Job, y lentamente, muy lentamente con sus manos agrietadas por el uso excesivo y duro, comenzaba la tarea de darle forma mas o menos de cigarro a ese montón de tabaco.

Siempre en silencio, pasaba su lengua por el borde de la hojilla, la pegaba, y luego chupaba su cigarro recién hecho para darle consistencia y forma definitiva. Tomaba algún palito encendido del fogón, y a la primer pitada, ya la tercera parte del cigarro se había consumido.

Con el “fumo” entre sus dedos amarillos, tomaba la caldera del fuego, y se cebaba un “chimarrao” hirviendo. Recién, después de saborear su mate, se acomodaba en su banquito, nos miraba a mi primo y a mí, y comenzaba a contar aquellas historias con su acento abrasilerado.

Lo que hoy en día, la niñez consigue enlatado y digerido, nosotros teníamos la suerte de escucharlo de un paisano que hacía trabajar nuestra imaginación al máximo. Historias de degollados, almas en pena o lobizones, brotaban de la boca de aquel hombre, y nosotros, con la inocencia propia de los niños que todo lo creen, quedábamos absortos escuchándolo.

Con la llovizna calmando y silenciando los campos, lo único que se escuchaba en el rancho era la voz ronca de Valerio, y el chisporroteo del espinillo quemándose en el fogón.

No se si las historias que los niños ven hoy en día en un aparato con control remoto, tendrán el mismo efecto en sus imaginaciones, que el que tuvo, en nosotros lo que Valerio nos contaba en aquellos lejanos y lluviosos días de nuestra niñez. Me parece que no.

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