martes, 13 de noviembre de 2007

El Barrio.


Pocos recordaban que había sucedido en el barrio, pocos quedaban de los que habían conocido otra forma de vida, más sana, más lenta, donde el contacto humano era fundamental, y la confianza era mutua.

Pero vayamos al comienzo de la cosa. En aquel tiempo, era extraño ver rejas en los jardines de las casas del barrio, los chiquilines jugaban hasta tarde en las calles tranquilas, y el almacenero de la esquina, basado en la palabra honesta de los vecinos, confiaba su negocio a los fiados y las libretas.

Por las tardecitas veraniegas, cuando el sol comenzaba a caer, los vecinos sacaban sus reposeras y sus sillas de madera y rafia a las veredas, y mate en mano comentaban las novedades entre ellos, y se convidaban con los pancitos, o los pastelitos caseros. Todo era tranquilo y cansino, calles casi sin tránsito, y techos sin antenas de TV daban la pauta de que aun el progreso, con su carga de oportunidades y problemas no había contaminado al barrio.

Pedro, el italiano, como casi todos los almaceneros del barrio, compartía bajo el mismo techo, negocio, y vivienda. Suya era la planta baja, de la única edificación de más de dos pisos de la manzana, que tenia un gran salón, acondicionado con mostradores de madera maciza, un par de sifones “Banchero”, para el alcohol y el kerosene, y los clásicos cajones del mercado.

En lo que vendría a ser el sótano, tenia su hogar, que dividido en tabiques de madera, compartía entre su esposa y su hija. Al frente, entre una tupida pared de transparentes que lo separaban un poco de la calle, vivía un perro, añoso y de raza desconocida, que durante el día desaparecía, y por las noches, siempre volvía seguro de que los huesos y la cucha de bolsas de arpillera, los esperarían junto a los casilleros vacíos.

Don Sosa, el jubilado del ferrocarril, vivía en una casa recostada hacia la derecha, el jardín con dos rosales, y una balconada de ligustros, estaba unido al fondo por un espacio a la izquierda de la propiedad, casi completamente cubierto por una parra de uva brasilera, que todos los veranos regalaba a los chiquilines del barrio.

A don Sosa, le encantaban los pájaros, y tenía muchos, claro, en aquel barrio, como a nadie se le hubiese ocurrido atar a los perros, o meter a los pájaros en jaulas, éstos anidaban y volaban libremente por entre los árboles del fondo, picoteando en el piso, el huevo duro pisado y el alpiste que el viejo les regalaba casi todas las mañanas. Mixtos, cardenales, sabiás y hasta zorzales, le alegraban los días, al jubilado del ferrocarril.

En tanto, Dora la modista, en las tardes de verano, sacaba la Singer al patio, y trabajaba en el fresco. Tenía un sauce a los fondos, donde anidaban sus pájaros, de colores diversos y cantos melodiosos, y era costumbre, que cuando Dora aparecía con su maquina de coser en el patio, los pájaros bajaban del árbol, e iban a hacerle compañía, seguros de que Dora compartiría con ellos las miguitas de pan con grasa que todas las tardes acompañaban al mate dulce con cascaritas de naranja.

Por años y años, los perros sin dueños y los gatos callejeros, vivieron libres y despreocupados en aquel barrio. Siempre había alguna latita con comida y agua, proporcionados por algún vecino caritativo, o un lugar donde pasar la noche.

El tiempo fue pasando, y poco a poco, los viejos se fueron yendo, primero fue don Sosa, al que encontraron muerto una mañana. A los vecinos les extraño no sentir el canto de los pájaros ese día en lo del jubilado, así que alguien fue a visitarlo y lo encontró tendido en la cama, con una expresión de paz en el rostro.

Luego fue la Singer de Dora, que dejó de escucharse en las tardes de verano, y tras ella, otro, y otro más. El barrio fue cambiando y gente nueva fue ocupando poco a poco el espacio que los viejos vecinos iban dejando atrás.

Pedro, el almacenero, un buen día dijo que se jubilaba, vendió el almacén, la cachila marca Ford, con la cual iba al mercado, y con su mujer y su hija, ya recibida de abogada, se fue para siempre, algunos dicen que para Italia, otros sin embargo, aseguran que lo han visto caminando por el centro.

En el lugar del almacén, un minimercado, con góndolas repletas y de productos, pero sin fiados, ni yerba o azúcar sueltos, se instalo al poco tiempo. El nuevo dueño, en lugar de vivir en el sótano, como lo había hecho Pedro, utilizó este como depósito, alquilando uno de los departamentos de arriba, donde vivía con su familia.

Junto al transparente, ahora limpio y sin cajones, un fierro clavado profundamente al piso, aprisionaba una cadena, de unos dos metros de longitud, que terminaba en un collar en el cuello de un ovejero alemán.

Dónde antes vivió don Sosa por tanto y tanto tiempo, se mudó una familia con dos niños, a los que no dejaban jugar en la calle por miedo a que algo les pasara. Poco a poco, debido a la confianza de los pájaros, y a los tramperos del nuevo dueño de casa. Los cardenales, los mixtos y los zorzales, poco a poco fueron abandonando los árboles y los cantos, y pasaron a vivir en los tristes jaulones que guardaban en el galpón del fondo.

Algo parecido sucedió en lo de la vieja casa de Dora, los pájaros ya no bajaban a comer las miguitas de los nuevos ocupantes de la casa, ya que ellos también ahora, vivían aprisionados en jaulas de alambre.

Y así, poco a poco el barrio fue perdiendo a los perros callejeros, y era difícil ver cardenales o mixtos en los árboles. Al aparecer las primeras antenas de televisión, en los techos, cada vez menos también, se vieron chiquilines jugando hasta tarde en las calles, y a las vecinas, escobas en mano, comentando las novedades del día.

Hoy, el barrio esta enrejado, ya no se ven portones abiertos y las puertas siempre están cerradas con llave. Los mas viejos aseguran que al encerrar a los pájaros en jaulas, y al atar a los perros con cadenas, la gente misma poco a poco fue perdiéndole el gustito a la libertad, y tal vez, tengan razón.

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