martes, 27 de noviembre de 2007

Valerio.


La llovizna, fina y persistente, empapaba los terrones sedientos y agrietados de la quinta. Por la ventana de la cocina, abierta a causa del calor, entraba el perfume a tierra mojada, que se mezclaba con el olor del gas de querosene y el aroma del dulce de leche casero, riquísimo y grumoso, que mi tía preparaba en una vieja cocina Volcán.

Sentados en un banco de madera, un par de humeantes y enormes tazas de loza blanca, rebozaban de café con leche espeso. Las galletas de campaña, con manteca y dulce de leche, completaban la merienda que mi primo y yo teníamos que terminar si queríamos volver a los juegos.

A pesar de las protestas de mi tía, -no se tomen la leche bebida, coman algo-, nos decía, apurábamos todo lo que podíamos la merienda, para salir a jugar, si paraba la lluvia, con los bichos que siempre aparecían después de las lluvias, sino, nos íbamos para el galpón de los aperos a escuchar las historias de Valerio.

A la izquierda de la tranquera, unos quinientos metros hacia adentro, un enorme rancho hecho de palo a pique y barro, con solo tres paredes, y con un techo de quincho añoso, guardaba los aperos, azadas, escardillos, y otros implementos para el trabajo en el campo, que mi tío y un par de peones utilizaban para trabajar la quinta, u ordeñar las vacas.

En la mitad del rancho, un fogón siempre encendido, calentaba eternamente una caldera negra de hollín, que lanzaba vapor constantemente por su pico. Sentado en un banquito de tambero, junto al fuego chisporroteante de espinillo, Valerio con el mate apoyado en el suelo de tierra apisonada, se aprestaba a liarse un “fumo”.

Ceremoniosamente, conciente de nuestra atención, sacaba del bolsillo de su chaleco, el paquete de tabaco brasilero y las hojillas Job, y lentamente, muy lentamente con sus manos agrietadas por el uso excesivo y duro, comenzaba la tarea de darle forma mas o menos de cigarro a ese montón de tabaco.

Siempre en silencio, pasaba su lengua por el borde de la hojilla, la pegaba, y luego chupaba su cigarro recién hecho para darle consistencia y forma definitiva. Tomaba algún palito encendido del fogón, y a la primer pitada, ya la tercera parte del cigarro se había consumido.

Con el “fumo” entre sus dedos amarillos, tomaba la caldera del fuego, y se cebaba un “chimarrao” hirviendo. Recién, después de saborear su mate, se acomodaba en su banquito, nos miraba a mi primo y a mí, y comenzaba a contar aquellas historias con su acento abrasilerado.

Lo que hoy en día, la niñez consigue enlatado y digerido, nosotros teníamos la suerte de escucharlo de un paisano que hacía trabajar nuestra imaginación al máximo. Historias de degollados, almas en pena o lobizones, brotaban de la boca de aquel hombre, y nosotros, con la inocencia propia de los niños que todo lo creen, quedábamos absortos escuchándolo.

Con la llovizna calmando y silenciando los campos, lo único que se escuchaba en el rancho era la voz ronca de Valerio, y el chisporroteo del espinillo quemándose en el fogón.

No se si las historias que los niños ven hoy en día en un aparato con control remoto, tendrán el mismo efecto en sus imaginaciones, que el que tuvo, en nosotros lo que Valerio nos contaba en aquellos lejanos y lluviosos días de nuestra niñez. Me parece que no.

2 comentarios:

Viviana dijo...

Bonito relato, me gusta como juegas con las sensaciones, sabores, olores, en todos tus relatos, me ha provocado ese café con leche espeso, veo a Valerio fumando y contándote esos hermosos relatos, que también me han contado mis abuelos de aparecidos, duendes, etc.te felicito.
Besos

Jota E dijo...

Pensar cuanto se esta perdiendo, ahora los videojuegos, la tele y la compu, reemplazan estas experiencias que fueron tan ricas a la hora de alimentar nuestras imaginaciones...